lunes, 18 de mayo de 2015

Nuestro Mundo


Aquí estoy, en mi castillo de 35m2, frente a la pantalla del portátil de segunda mano, y con el suave sonido de las teclas, en esta ínfima mota de polvo que apenas conocemos. Cierro los ojos por un instante, y hago un rápido “zoom out” a miles de años luz… y miro.

Soy parte de una especie que pareciera que nace con la magia de mirar a través de las cosas. Con el don de emocionarse con un rayo de sol o el cálido y azul destello de la luna. Y con la facultad de coartar todo ese poder indicando a los infantes lo que deben ver y escuchar, enseñando qué o qué no debe ser real. Disminuyendo el rango de frecuencias de sonido y de visión acorde a la castración de la intensidad consciente de nuestro cerebro.

Formo parte de una especie que llena de basura la tierra, el mar y el universo más cercano. Afortunadamente no hemos llegado demasiado lejos.

Una especie que, aún conociendo energías limpias, inagotables y alternativas, esperará a que no encontremos más petróleo, porque ya se encargaron algunos de hipotecar el futuro con contratos que asegurasen justamente eso. Mientras, algunos genios locos, sólo pueden frustrarse con paciencia esperando su turno, su turno en esta pequeña mota de polvo.



Una especie que favorece bombillas energéticas llenas de gas de mercurio que termina en cualquier vertedero, o que crea plantas nucleares obviando la debilidad de nuestros materiales.

Todos aquellos que viven cerca del mar, o que han sufrido un terremoto, o que han visto un ciclón; esos que conocen la fuerza de la naturaleza, saben también de nuestra osadía al crear auténticas bombas durmientes que una buena ola, un estremecimiento de la tierra o una pequeña roca del universo, serían suficientes para detonarlas con un suspiro.

Mientras, yo puedo escribir frente a una pantalla retroiluminada sin molestar al vecino de abajo con el “tac tac” de una antigua olivetti a la que nunca se le acababa la batería.

Formo parte de una especie que tira comida en un lado del mundo, mientras se mueren de hambre en el otro, o que permite la proliferación de enfermedades, que podrían destruir a toda la especie, por una cuestión de patentes. Y yo también miro hacia otro lado.

Vamos, una perita en dulce.

Si es que aún no lo hay, alguien debería de vigilarnos desde los cielos. Porque si bien este sitio no deja de ser una mota de polvo, parece que las de similares características, las motas azules, no abundan.

Si realmente nos han visitado o nos visitan algunos; algunos cuya existencia sea mil veces la nuestra, sería una buena prueba de que han aprendido algo. Y en tal caso, me enfadaría; no entendería porqué no nos instruyen.

Y si existen otras realidades entre la nuestra, rezo a cualquier sol para que encuentren la manera de enviarnos un mensaje que nos abra los ojos; pero que no tenga lugar a dudas… porque si el mensaje no nos gusta, siempre podrá ser achacado a nuestra maravillosa y distintiva imaginación.

Otros esperan a un dios. El nombre, naturaleza u origen del ente en cuestión, me es indiferente.

Y me imagino gritando al cielo para que alguien venga y nos salve. Y nos ayude a ponernos de acuerdo para que nuestra especie no deteriore su suelo, su cielo y su agua.

¿Ves? Acabo, como especie, de apropiarme del suelo, del cielo y del agua de esta ínfima mota de polvo azul.

Perdón por la osadía. Es mi naturaleza.

Quizá, si yo llegase desde otro planeta u otra dimensión u otra realidad a este lugar, tendría que eliminar a la plaga que lo destruye; a ella misma, a los cientos de miles de especies que lo cohabitan, y a la propia ínfima, pero escasa, mota de polvo azul.

Si, formo parte de una especie que no está dispuesta a poner en peligro su comodidad, sus “avances”, su mundo… aunque eso le lleve a la destrucción, sólo nuestra en el mejor de los casos.

Una especie con un cerebro capaz de sentir empatía, aunque tan débil que se pasa al mirar hacia el agua clara de un río.

Y es que a una especie que no le importan sus propios miembros, y mira hacia otro lado ante su propia extinción, cómo va a pensar en el delfín o en el elefante.

Cuando era niño, como la gran mayoría de los niños, una parte mística nace (por lo aprendido, seguramente) y realmente llega a creer que la existencia de uno cambiará el mundo. Que el motivo del nacimiento propio tiene carácter divino. Nos creemos invulnerables, y pensamos que somos la máxima exponencia del universo. Y la pequeña mota azul se ve en nuestra mente como la estrella más imponente. Esa que se vería desde cualquier rincón del espacio. Y viviendo en esa estrella, un cañón de luz nos alumbraría con tal intensidad que nuestra claridad mental daría con el secreto mejor guardado.

Y un ser así, no puede estar tan equivocado.

Curiosa mi especie. Tan solitarios y sociables.

Me pregunto si los otros planetas como el nuestro tendrán siempre una especie parecida.

Mañana tengo que ir a comprar pilas alcalinas al supermercado. El teclado inalámbrico del mediacenter se ha quedado sin energía, y me ha supuesto una molestia importante. Espero, que mañana, no se me olvide como ayer, mirar las hojas del árbol que hay camino del establecimiento. Cuando el sol se abre paso entre ellas parece que las hadas juegan con extrema dulzura.

Y ahora, cierra los ojos. Haz un rápido “zoom out” a mil años luz de distancia. ¿Lo ves?




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